La manera en que vemos, oímos, gustamos, tocamos y olemos nunca volverá a ser la misma. “Estamos viviendo una revolución sensorial”, me dice Mark Smith, especialista en historia sensorial, de la Universidad de Carolina del Sur, “todos los sentidos se han visto afectados por la pandemia, no porque han cambiado, sino porque el contexto y el entorno en el que sentimos se han alterado profundamente”. Según él, “en el pasado, los cambios sensoriales y las percepciones, las formas en que las personas usaban sus sentidos para navegar y comprender su mundo, tendían a ocurrir lentamente, medidas en décadas y siglos, no en meras semanas y meses —la idea misma de que hay cinco sentidos tardó siglos en madurar—”. Si bien el cambio que está ocurriendo ahora no tiene precedentes y el haber sido privado de nuestra estimulación sensorial tan repentinamente es un detonante seguro para que busquemos estimulación, sin embargo, ¿podría acaso también ser una oportunidad para familiarizarnos con las virtudes de la insipidez?
Está el hecho de que el virus, por lo menos al principio de la pandemia, dio lugar a que, en general, las personas perdieran el sentido del olfato y el sentido del gusto. Las máscaras perjudicaron o impidieron nuestras habilidades visuales, y, en cualquier caso, ¿quién podría ver la enfermedad? Su factor de miedo se basaba en parte en su invisibilidad —los terrores invisibles son más amenazantes que los que podemos identificar—. “Aún nos encontramos en el eco de la pandemia”, enfatiza Smith, y opina que “el tacto es la víctima sensorial obvia en todo esto, siglos de hábitos de apretón de manos se han evaporado, el Cinco altos, chocar los cinco, se ha ido. En lugar de manifestarse como una forma pública de expresión, se convirtió en un sentido altamente domesticado”. No hay pasado sensorial que pueda guiarnos aquí.
A pesar de las privaciones en que han incurrido nuestros sentidos con la pandemia —y de muchos otros desniveles funestos que la enfermedad acarrea—, la insipidez ha llegado a ocupar su lugar propio en nuestros paisajes sensoriales y podría ser acogida de una manera contraria al pensamiento “occidental”, como una oportunidad para reconsiderar quiénes somos y para cuestionarnos lo que podemos aspirar a valorar. El filósofo y sinólogo François Jullien, autor del Elogio de lo insípido (Siruela, 1998), nos propone un argumento convincente. En muchos sentidos, es ahora el mejor momento para reflexionar en lo que dice, mientras navegamos por el Escila de la sobrecarga sensorial posmoderna y el Caribdis del bloqueo sensorial de la era de la pandemia.
“En la tradición china, la insipidez es el sabor de lo virtual, no es privación de sabor, es el poder de evolucionar y transformarse, como tal, es inagotable. Por tanto, no habría que tomar esta de gusto o de interés como ausencia de señal de privación”, comenta Jullien —en una charla mediada por un amigo que tradujo del francés—, y aclara que, en chino, la palabra dan, insípido, al mismo tiempo significa desapego interior. “La llaneza y la insipidez nos permiten no eliminar cualidades contrarias. Así pues, favorecen una disponibilidad individual simultánea, que se mueve en armonía con las fluctuaciones del mundo y nos hace posible asociarlas con más libertad”. El filósofo nos invita a repensar nuestras suposiciones de que la insipidez es una cualidad indeseable: “Podríamos entenderlo como una transformación silenciosa, que ocurre sin ruido, y no se despliega en el espacio, sino en el tiempo”. Lo ilustra, por asociación, con el hecho de que “en la naturaleza no oímos a los ríos cavar sus lechos ni a los vientos desgastar las cumbres, pero son ellos los que, poco a poco, han ido dibujando el alivio que tenemos ante los ojos y forman el paisaje”.
“Creo que nunca será uno demasiado sensible a la originalidad de esta psicología china de la insipidez, es una virtud que se opone a las fuerzas que reclaman nuestra atención y tratan de monopolizar nuestra experiencia”, propone Jullien. “La insipidez, con su componente central de goce, no es una pseudociencia que se distribuye en el floreciente mercado de libros de autoayuda y de siete pasos para ser feliz y, sin duda, no es un libro de cocina plagado de recetas a seguir, sino una inteligencia que opera en modo continuo. Tampoco es una forma de retiro o aislamiento religioso, sino una forma de vida, de vivir —de entrar en el itinerario de la vida—, que requiere paciencia para madurar y gestar”, añade. Y, poniendo el acento en el prefijo deshace hincapié en que “definitivamente es una contracorriente que, en su uso, se desgarra, se desata, se desbarata y se desborda de estos contextos”.
En momentos tardíos de la pandemia estos, bien podemos valernos de las virtudes de la insipidez, de su espíritu de “plenitud”, como Jullien la caracterizar. Sería interesante considerar no pensar en la insipidez como pereza, ociosidad o aburrimiento —todo lo cual estamos programados para sentir, con culpabilidad, en un mundo en el que el aluvión del capitalismo y las redes sociales inundan nuestros sentidos y nos desafía a actuar en consecuencia — y, en cambio, tratar de sacar provecho de la insipidez como una forma legítima y útil de interactuar con nuestro mundo de una manera menos estresante y más auténtica.
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